Marcos Pérez Esquer
Ante el escándalo que estalló cuando el oficialismo intentó que se aprobara a toda prisa, casi a escondidas y sin mediar discusión pública alguna, su nueva y peligrosa Ley de Telecomunicaciones, tuvo que recular.
O al menos eso quiere aparentar.
El dictamen había sido aprobado por las comisiones legislativas del Senado apenas 20 horas después de recibida la iniciativa presidencial.
Ni tiempo de leer, no digamos de analizar.
La indignación fue tal, que el gobierno decidió pausar el trámite y organizar cinco conversatorios, dizque para escuchar a especialistas.
Un lavado de cara legislativo en toda regla.
Y sí, qué bueno que se pausó. Habría sido un despropósito absoluto, a la altura de aquel tristemente célebre “viernes negro” del 28 de abril de 2023, cuando el Senado aprobó veinte reformas sustantivas en un solo día y sin leer una sola línea.
O como el madruguete del 13 de diciembre de 2024, cuando el dictamen para reformar la Ley del Infonavit se aprobó apenas doce horas después de su recepción.
Pero no nos engañemos: estamos otra vez ante una puesta en escena. Una simulación.
Un atole con el dedo. Porque mientras se llenan la boca hablando de “escucha ciudadana” y “diálogo plural”, la presidenta Sheinbaum ya adelantó -con la candidez de quien cree que todos somos ingenuos- qué va a cambiar del proyecto: únicamente se eliminará el famosísimo artículo 109, ese que permitiría al gobierno bloquear plataformas digitales.
Nada más. Como si el resto del texto legal no fuera también una bomba de tiempo contra derechos fundamentales.
Veamos lo que permanece intacto en este bodrio legislativo:
1. Concentración autoritaria de poder: Le otorgan a una sola persona -el titular de la nueva Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones- facultades que antes correspondían a un órgano colegiado independiente, como el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT). ¿Especialistas? ¿Contrapesos? ¿Autonomía? Esas son cosas que pertenecen al pasado.
2. Censura burda: Se mantienen los mecanismos para suspender o cancelar transmisiones de radio y televisión sin control judicial alguno. Basta con que a alguien en el gobierno no le guste lo que se dice al aire para que aprieten el botón de apagado. Y luego se ofenden si uno les llama autoritarios.
3. Espionaje legalizado: El proyecto resucita -con esteroides, si lo correlacionamos con los proyectos de nuevas leyes de seguridad pública-, la idea del registro de usuarios de telefonía móvil, incluyendo datos biométricos y geolocalización. Ya no solo sabrán con quién hablamos, sino dónde estamos. Todo en nombre de la seguridad, claro. Pero obvian el hecho de que ya en un intento previo la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo declaró inconstitucional por violar el derecho a la privacidad.
4. Competencia amañada: Se pretende permitir que el gobierno participe en el mercado de telecomunicaciones con trato preferencial. ¿Y el derecho constitucional a la libre concurrencia? Bien, gracias. Esto no solo es inconstitucional: es una violación flagrante del T-MEC (contrástense los artículos 56, 57 y 58 del proyecto, con el 18 del tratado). Pero a quién le importa, si la consigna es que el Estado lo controle todo, a toda costa.
Así que no, eliminar el artículo 109 no es ni de lejos suficiente.
Es como arrancarle a un tigre un diente y dejarlo suelto en la sala.
El problema no es solo ese artículo de la ley, sino el modelo autoritario que la inspira, y esa necesidad patológica de controlarlo todo.
Quieren vendernos que con una supresión cosmética el proyecto ya es aceptable.
Pero el veneno no está solo en el 109, está en toda la iniciativa.
Lo que está en juego no es un artículo, y ni siquiera una ley, sino nuestra libertad.